Putear bajito

. 15 de enero de 2021
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Nací en 1981 y nací en el conurbano, conurbano sur, con un reguero de fábricas abandonadas, a las que nos metíamos a jugar entre peligrosas máquinas oxidadas y montones de madera y chapa. Con los pibes andábamos en bicicleta por el barrio y nada nos era ajeno, todo era nuestro. Nuestra calle, nuestra plaza, incluso las fábricas abandonadas eran nuestras. Para nosotros andar entre aserrín y óxido era felicidad y libertad, hoy lo recuerdo con tristeza.
 
Todo era nuestro, menos, del portón de la calle para adentro. Ahí era todo de mi viejo, y todo el tiempo los adultos se ocupaban de recordarte que esa era casa de ellos y que se hacía lo que decía papá. Los fines de semana se laburaba en casa, siempre. Pintura, carpintería, electricidad, albañilería... aprendí a hacer pastones a los 6 y a no juntar el positivo con el negativo a los 8. Si me pongo a pensar, posta, no sé cómo llegué a la adolescencia.
 
 
 
Hablar de mi infancia y no hablar de mi nonno, no tiene sentido alguno. Él fue el que me explicó que la cal y la arena secas, eran como polvo, pero cuando le agregabas agua se convertían en contrapisos y mortero para pegar ladrillos. Él es el que ni bien pude caminar fue y me compró la bicicleta, porque todo hombre que se precie de tal sabe andar en bicicleta. Me enseñó a andar en esa bicicleta, y un par de años después me compró una más grande. Con él pedaleábamos por las mañanas e íbamos re lejos. Él pedaleaba adelante, y yo detrás, pero bien cerca y fuerte para no perderme. Para cosechar comida para los conejos, íbamos hasta las vías del tren en Caraza o a unos descampados que solían ser corrales de ovejas de la Campomar. (Sí, corrales de ovejas, en Lanús.) Pasando Villa Diamante, íbamos a una casa de productos de limpieza y a la vuelta pasábamos por una panadería que vendía pan de maíz. Hasta Alsina, íbamos por fideos o galletitas (para los que siempre había que hacer cola).
 
Y a veces, cuando volvíamos de pedalear, pasábamos por la vereda de Doña Sara. Cada tanto nos esperaba con una bolsa de limones, y con su voz suavemente ronca y después de enredarme los rulos me pedía que le llevara un poco de acelga y hojas de parra, las más grandes. Yo dejaba la bici en el patio de mi nonno y me mandaba corriendo hasta la quinta, cortaba las plantas más verdes y me tomaba mi tiempo para elegir las hojas más grandes del parral. El nonno las metía en un paquete hecho con papel de diario y yo se las llevaba a Sara que me esperaba con algún caramelo.
 
 
 
La quinta era el corazón de la casa. La mitad del terreno de la casa de mis nonnos era quinta. Quinta. Quinta con árboles, huerta, conejos y gallinas. Ahí se iba temprano a regar y sacar yuyos, mientras mi nonno me contaba de Italia, sus hermanas y sus amigos de la infancia. Los días más tristes, me hablaba de la guerra. En la quinta también se cantaba y se puteaba mucho, se puteaba sobre todo cuando tocaba sacar yuyos. Y las puteadas terminaban siempre cuando se escuchaba a mi nonna desde la cocina gritar un “¡Genaro! ¡El nene!". (Se seguía puteando, pero bajito).
 
La huerta era completa y se trabajaba durante todo el año. En casa no se iba a la verdulería, se iba a la quinta. Y la quinta era, además, el pulmón literal de la manzana. Varios vecinos nos intercambiaban sus productos, como Sara limones por acelga o Doña Estrella jazmines por tomates. Y a veces, la nonna me mandaba con un poco de verdura de regalo, porque a los vecinos se los ayudaba.
 
En la huerta aprendí a distinguir la acelga de la espinaca, las nabizas de las borrajas y la rúcula de la radicheta. También, que siempre había que dejar una planta para que "haga semilla", y que no se pueden sembrar tomates en otoño. Aprendí que los árboles también se mueren, cuando el duraznero no brotó más. Que hay muchos tipos de ciruelas, que los higos pueden ser negros o verdes, y que las uvas pueden ser agrias y sólo sirven para vino.
 
También aprendí que la huerta necesita que le demos vuelta la tierra, que no se riega cuando el sol está muy fuerte y que las semillas se siembran al doble de profundo que su tamaño. Que en luna menguante se siembran los rabanitos, las papas y las zanahorias, y en luna creciente las lechugas y acelgas. Que los sapos se comen a las hormigas, y que es mentira que si te piyan te dejan ciego. Las babosas no son caracoles sin casa, son otra cosa que también se come a las lechugas.
 
No se puede sembrar siempre lo mismo, donde el año pasado pusimos tomates, este año va la lechuga, donde había papas, zapallo; la rúcula donde estaban las habas y el perejil, por todos lados. La albahaca bien al sol, pero lejos del romero. Y después de sembrar, se pone un espantapájaros, porque muy lindos los pajaritos, pero si se comen las semillas se pudre todo.
 
El nonno me enseñó a podar, a elegir las mejores ramas para hacer esquejes. A hacer injertos y separar matas. La quinta era mi escuela en contraturno.
 
En la primavera, era normal verme trepado al níspero, juntando esa fruta dulce de piel naranja y áspera. La nonna me mandaba a juntarlos para tenerle listo un paquetito para mi otra abuela que era fanática. Un mes después llegaban las ciruelas, que a veces salían bastante ácidas, y era entonces cuando terminaban en la olla en la que con mi nonno hacíamos mermelada. Pero el verano era la mejor época para estar en la quinta. Al fresco del parral, por la mañana, se arreglaban bicicletas y se pegaban suelas de zapatillas. Y cuando ya se levantaba un poco más el calor se juntaban las uvas para el almuerzo y al atardecer, se cosechaban los higos, porque a la tarde están más dulces. Es importante aprender a reconocer la madurez de la fruta con el ojo, y sólo tocar los que están para cosechar.
 
Y también aprendí a observar, a darme cuenta qué les pasaba a las plantas. Por qué se ponen amarillas las hojas, o tienen marcas negras. Reconocer las mordidas por hormigas y distinguirlas de las que fueron atacadas por los caracoles. Con un poco de tristeza me enteré que las vaquitas de San Antonio son sólo las rojas con puntos negros y blancos, las otras son malas y hay que perseguirlas. Y ni hablar de mi némesis, mi mayor enemigo entre las hojas de los tomates, ese bicho feo, con armadura, verde furioso y con cara de malo, esa peste inmunda de las chinches, cuyo fétido perfume te acompañaba, aunque te lavaras las manos diez veces. 
 
Los yuyos, a veces pueden ir a parar a la ensalada, como el diente de león, o a un relleno de ravioles como las ortigas. Antes los jardines de la gente estaban vivos, no eran la estandarización que vemos hoy. Los jardines mezclaban rosales con tomates. Tréboles creciendo entre el pasto (pasto, no césped) y a veces salían plantas solas, quizás sembradas por algún mirlo, y quedaban creciendo entre las calas y la gente las dejaba porque tenían hojas lindas. Los jardines no tenían los límites muy claros… las plantas crecían en cualquier lado y hasta había palán-palán creciendo en las terrazas y se cosechaba para hacer un veneno para hormigas. También había yuyos, que eran una desgracia porque no servían para nada, ni siquiera tenían flor linda, y otros que eran odiosos porque olían muy rico, pero muy rápidamente ahogaban todos los canteros haciendo que la rúcula se perdiera. 
 
En el verano a los Zorzales y a las Calandrias, que durante el año eran alegría y placer, había que rajarlos rápido de la higuera antes de que se comieran todos los higos. Y ni hablar de las bandadas de loros, pandilleros y barderos, que si no estabas atento hacían destrozos. En estos momentos, se escuchaban gritos de todas las casas, como un sistema de alerta vecinal, se revoleaban ramas del otro lado de la medianera al grito de “¡Se comen la morera, Don Genaro!", "¡se llevan los higos, se llevan los higos!".

Las quintas eran tema de conversación y asombro en todas partes, se hablaba de semillas en el almacén o en la panadería. Se debatía en las veredas si ya era época de plantar los tomates o de porqué este año no había sido buena la cosecha de habas. Cuando Doña Conce venía a tomar unos mates, se hacía un recorrido para que viera las nuevas siembras, los pimpollos de los rosales y qué rápido crecían los repollitos de Bruselas. Y todos se llevaban plantines de tomate y albahaca, y era común recibir de regalo un gajito de una uva que prometía ser más dulce o más grande, o un paquetito de semillas de acelga de pencas verdes. 


 
Yo no sé si saben el olor que tiene el orégano fresco, o que la lechuga puede volver a brotar si la cortás bien. O si alguna vez pasearon entre las hojas de las coles después de una lluvia y se maravillaron al ver las gotas ahí, suspendidas sobre el verde. No sé si la gente común sabe que las plantas de tomate pueden llegar a medir más de dos metros, o que los zapallos tienen flores macho que se pueden comer y que las flores hembras no hay que tocarlas hasta que el zapallo empieza a crecer. Yo lo aprendí desde chico, un poco cada mañana, entre puteadas y canciones napolitanas.
 
La quinta, ese centro de la casa, del barrio, esa escuela sin techo ni horarios, que el nonno cuidaba celosamente, pero que con alegría compartía con todos. La quinta, el motor fuera de borda de nuestra economía familiar, el centro de operaciones de travesuras, espantapájaros y tramperas. La quinta, que nace y muere con todas las estaciones, que brinda alimento con tan poco, nos llamaba a ser familia.
 
 
Cuando ese octubre el nonno se fue, no hubo consultas ni pedidos, simplemente me puse a sacar yuyos y a putear bajito.

(...)