Lluvia. Agua fría y pesada.
Toneladas de agua fría y pesada caían sobre la cabeza de Amir. Él, parado en la
avenida más ancha que había visto jamás, con fuerzas sólo para soportar el
embate de las nubes en el cielo. La fuerza de la naturaleza sobre su cabeza,
toda. Nada había podido hacer contras las otras fuerzas, la del hombre y la del
destino. Los ladrones le habían dejado unas monedas en el bolsillo de su
pantalón y un pañuelo bordado que le había dado la madre justo antes de subir
al avión. Había planeado su viaje por meses, casi un año. Ahorró
casi todo su sueldo como programador en la agencia de telemarketers, gastando
lo mínimo que su madre necesitaba para comprar comida. Su prima le había
regalado la ropa y zapatos, no lo tradicional, para no llamar la atención. Él se cortó el
pelo y se compró un perfume nuevo, occidental, de esos que tenían personajes de
cine en sus cajas plateadas. Había cambiado el resto de sus ahorros en el
mercado de su pueblo, cerca del Ganges. Y ahora en un país que no conocía, con
una lengua que lo abrumaba con sus sonidos extraños, sentía desfallecer su
corazón. Sus lágrimas no se distinguían de la lluvia, pero estaban. Un
relámpago lo asustó. En su tierra no había estas tormentas, ni siquiera cuando
azotaban los monzones. Allá era todo viento y agua, acá además había interminables relámpagos
y truenos, truenos fuertes como si fueran a explotarle en la cabeza.

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