Nací en 1981 y nací en el conurbano, conurbano sur,
con un reguero de fábricas abandonadas, a las que nos metíamos a jugar entre
peligrosas máquinas oxidadas y montones de madera y chapa. Con los pibes
andábamos en bicicleta por el barrio y nada nos era ajeno, todo era nuestro.
Nuestra calle, nuestra plaza, incluso las fábricas abandonadas eran nuestras.
Para nosotros andar entre aserrín y óxido era felicidad y libertad, hoy lo
recuerdo con tristeza.
Todo era nuestro, menos, del portón de la
calle para adentro. Ahí era todo de mi viejo, y todo el tiempo los adultos se ocupaban de
recordarte que esa era casa de ellos y que se hacía lo que decía papá. Los
fines de semana se laburaba en casa, siempre. Pintura, carpintería,
electricidad, albañilería... aprendí a hacer pastones a los 6 y a no juntar el
positivo con el negativo a los 8. Si me pongo a pensar, posta, no sé cómo
llegué a la adolescencia.
Hablar de mi infancia y no hablar de mi
nonno, no tiene sentido alguno. Él fue el que me explicó que la cal y la arena
secas, eran como polvo, pero cuando le agregabas agua se convertían en
contrapisos y mortero para pegar ladrillos. Él es el que ni bien pude caminar
fue y me compró la bicicleta, porque todo hombre que se precie de tal sabe
andar en bicicleta. Me enseñó a andar en
esa bicicleta, y un par de años después me compró una más grande. Con él
pedaleábamos por las mañanas e íbamos re lejos. Él pedaleaba adelante, y yo
detrás, pero bien cerca y fuerte para no perderme. Para cosechar comida para
los conejos, íbamos hasta las vías del tren en Caraza o a unos descampados que
solían ser corrales de ovejas de la Campomar. (Sí, corrales de ovejas, en
Lanús.) Pasando Villa Diamante, íbamos a una casa de productos de limpieza y a
la vuelta pasábamos por una panadería que vendía pan de maíz. Hasta Alsina,
íbamos por fideos o galletitas (para los que siempre había que hacer cola).
Y a veces, cuando volvíamos de pedalear,
pasábamos por la vereda de Doña Sara. Cada tanto nos esperaba con una bolsa de
limones, y con su voz suavemente ronca y después de enredarme los rulos me
pedía que le llevara un poco de acelga y hojas de parra, las más grandes. Yo
dejaba la bici en el patio de mi nonno y me mandaba corriendo hasta la quinta,
cortaba las plantas más verdes y me tomaba mi tiempo para elegir las hojas más
grandes del parral. El nonno las metía en un paquete hecho con papel de diario
y yo se las llevaba a Sara que me esperaba con algún caramelo.
La
quinta era el corazón de la casa. La mitad del terreno de la casa de mis nonnos
era quinta. Quinta. Quinta con árboles, huerta, conejos y gallinas. Ahí se iba
temprano a regar y sacar yuyos, mientras mi nonno me contaba de Italia, sus
hermanas y sus amigos de la infancia. Los días más tristes, me hablaba de la
guerra. En la quinta también se cantaba y se puteaba mucho, se puteaba sobre
todo cuando tocaba sacar yuyos. Y las puteadas terminaban siempre cuando se
escuchaba a mi nonna desde la cocina gritar un “¡Genaro! ¡El nene!". (Se
seguía puteando, pero bajito).
La huerta era completa y se trabajaba durante
todo el año. En casa no se iba a la verdulería, se iba a la quinta. Y la quinta
era, además, el pulmón literal de la manzana. Varios vecinos nos intercambiaban
sus productos, como Sara limones por acelga o Doña Estrella jazmines por
tomates. Y a veces, la nonna me mandaba con un poco de verdura de regalo,
porque a los vecinos se los ayudaba.
En la huerta aprendí a distinguir la acelga de
la espinaca, las nabizas de las borrajas y la rúcula de la radicheta. También,
que siempre había que dejar una planta para que "haga semilla", y que
no se pueden sembrar tomates en otoño. Aprendí que los árboles también se
mueren, cuando el duraznero no brotó más. Que hay muchos tipos de ciruelas, que
los higos pueden ser negros o verdes, y que las uvas pueden ser agrias y sólo
sirven para vino.
También aprendí que la huerta necesita que le demos
vuelta la tierra, que no se riega cuando el sol está muy fuerte y que las
semillas se siembran al doble de profundo que su tamaño. Que en luna menguante
se siembran los rabanitos, las papas y las zanahorias, y en luna creciente las
lechugas y acelgas. Que los sapos se comen a las hormigas, y que es mentira que
si te piyan te dejan ciego. Las babosas no son caracoles sin casa, son otra
cosa que también se come a las lechugas.
No se puede sembrar siempre lo mismo, donde el
año pasado pusimos tomates, este año va la lechuga, donde había papas, zapallo;
la rúcula donde estaban las habas y el perejil, por todos lados. La albahaca
bien al sol, pero lejos del romero. Y después de sembrar, se pone un
espantapájaros, porque muy lindos los pajaritos, pero si se comen las semillas
se pudre todo.
El nonno me enseñó a podar, a elegir las
mejores ramas para hacer esquejes. A hacer injertos y separar matas. La quinta
era mi escuela en contraturno.
En la primavera, era normal verme trepado al
níspero, juntando esa fruta dulce de piel naranja y áspera. La nonna me mandaba
a juntarlos para tenerle listo un paquetito para mi otra abuela que era
fanática. Un mes después llegaban las ciruelas, que a veces salían bastante
ácidas, y era entonces cuando terminaban en la olla en la que con mi nonno
hacíamos mermelada. Pero el verano era la mejor época para estar en la quinta.
Al fresco del parral, por la mañana, se arreglaban bicicletas y se pegaban
suelas de zapatillas. Y cuando ya se levantaba un poco más el calor se juntaban
las uvas para el almuerzo y al atardecer, se cosechaban los higos, porque a la tarde están más
dulces. Es importante aprender a reconocer la madurez de la fruta con el ojo, y
sólo tocar los que están para cosechar.
Y también aprendí a observar, a darme cuenta
qué les pasaba a las plantas. Por qué se ponen amarillas las hojas, o tienen
marcas negras. Reconocer las mordidas por hormigas y distinguirlas de las que
fueron atacadas por los caracoles. Con un poco de tristeza me enteré que las
vaquitas de San Antonio son sólo las rojas con puntos negros y blancos, las
otras son malas y hay que perseguirlas. Y ni hablar de mi némesis, mi mayor
enemigo entre las hojas de los tomates, ese bicho feo, con armadura, verde
furioso y con cara de malo, esa peste inmunda de las chinches, cuyo fétido
perfume te acompañaba, aunque te lavaras las manos diez veces.
Los yuyos, a veces pueden ir a parar a
la ensalada, como el diente de león, o a un relleno de ravioles como las
ortigas. Antes los jardines de la gente estaban vivos, no eran la estandarización
que vemos hoy. Los jardines mezclaban rosales con tomates. Tréboles
creciendo entre el pasto (pasto, no césped) y a veces salían plantas solas, quizás
sembradas por algún mirlo, y quedaban creciendo entre las calas y la gente las dejaba porque tenían
hojas lindas. Los jardines no tenían los límites muy claros… las plantas
crecían en cualquier lado y hasta había palán-palán creciendo en las terrazas y
se cosechaba para hacer un veneno para hormigas. También había yuyos, que eran
una desgracia porque no servían para nada, ni siquiera tenían flor linda, y
otros que eran odiosos porque olían muy rico, pero muy rápidamente ahogaban
todos los canteros haciendo que la rúcula se perdiera.
En el verano a los Zorzales y a las Calandrias, que
durante el año eran alegría y placer, había que rajarlos rápido de la higuera
antes de que se comieran todos los higos. Y ni hablar de las bandadas de loros,
pandilleros y barderos, que si no estabas atento hacían destrozos. En estos
momentos, se escuchaban gritos de todas las casas, como un sistema de alerta
vecinal, se revoleaban ramas del otro lado de la medianera al grito de “¡Se
comen la morera, Don Genaro!", "¡se llevan los higos, se llevan los
higos!".
Las quintas eran tema de conversación y
asombro en todas partes, se hablaba de semillas en el almacén o en la
panadería. Se debatía en las veredas si ya era época de plantar los tomates o
de porqué este año no había sido buena la cosecha de habas. Cuando Doña Conce
venía a tomar unos mates, se hacía un recorrido para que viera las nuevas siembras,
los pimpollos de los rosales y qué rápido crecían los repollitos de Bruselas. Y
todos se llevaban plantines de tomate y albahaca, y era común recibir de regalo
un gajito de una uva que prometía ser más dulce o más grande, o un paquetito de
semillas de acelga de pencas verdes.
Yo no sé si saben el olor que tiene el orégano
fresco, o que la lechuga puede volver a brotar si la cortás bien. O si alguna vez
pasearon entre las hojas de las coles después de una lluvia y se maravillaron al
ver las gotas ahí, suspendidas sobre el verde. No sé si la gente común sabe que
las plantas de tomate pueden llegar a medir más de dos metros, o que los
zapallos tienen flores macho que se pueden comer y que las flores hembras no
hay que tocarlas hasta que el zapallo empieza a crecer. Yo lo aprendí desde
chico, un poco cada mañana, entre puteadas y canciones napolitanas.
La quinta, ese centro de la casa, del barrio,
esa escuela sin techo ni horarios, que el nonno cuidaba celosamente, pero que
con alegría compartía con todos. La quinta, el motor fuera de borda de nuestra
economía familiar, el centro de operaciones de travesuras, espantapájaros y tramperas.
La quinta, que nace y muere con todas las estaciones, que brinda alimento con tan
poco, nos llamaba a ser familia.
Cuando ese octubre el nonno se fue, no hubo
consultas ni pedidos, simplemente me puse a sacar yuyos y a putear bajito.