La dinastía perdida - Parte 1

. 11 de febrero de 2014
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E n el aire, no sólo el perfume a azahares y jazmín indicaba la llegada de un nuevo equinoccio de primavera. La jungla rebosaba de hojas verdes y flores de todo tipo. Enormes bandadas de pájaros surcaban el cielo por sobre el dosel de la selva. Los monos y otras bestias daban a conocer su creciente actividad a medida que el sol se acercaba mas al horizonte. Lo que podría describirse como un concierto desafinado con gritos, aullidos y rugidos. En medio de tal despliegue de hormonas, un joven Surye dormía plácidamente recostado en la copa de una palmera. Su nombre era Phaj.

Pertenecía a una familia que lo había perdido todo. Un padre estafador, una madre con reputación de bruja, hermanos que sólo traían disturbios y problemas. Una familia modelo, en fin, lo que en India traería mas de un siglo de maldiciones. Pero, ¿qué se podía esperar de unos Suryes?

Hacía meses que no veía a sus padres, vivía en una especie de choza que había construido él mismo sobre un enorme árbol, a poca distancia de donde se encontraba ahora. Un clan de monos se movía ruidosamente entre los árboles. Pero ni uno solo de esos chillidos podría haber preocupado menos a Phaj. Sin embargo, se sobresaltó. Algo distinto se aproximaba desde el corazón de la selva. Un ruido constante y cada vez mas notorio.

En efecto, había escuchado el paso de unos caballos y, curioso por naturaleza, de un salto se encontró persiguiéndolo por lo que parecieron kilómetros. Los caballos hacían lo posible por acelerar el paso, pero las recientes lluvias habían deteriorado el único camino que atravesaba la jungla. Y era tal el estado que en algunos tramos parecían detenidos. Los soldados que acompañaban al carruaje atendían a cada movimiento a su alrededor, listos a desenfundar sus espadas, mientras que el chofer no podía ocultar el temor de quedar a merced de alguna bestia. Observaban detenidamente, pero claro, a la distancia que se encontraba Phaj, era imposible detectarlo. Ellos en cambio se destacaban considerablemente.

Phaj, simpáticamente desgarbado, ágil y permanentemente lleno de hojas y tierra, corría entre las plantas, siguiendo con la mirada un carruaje que golpeaba en cada escollo. Se movía con natural destreza, como si sus pies y manos conocieran cada palmo de la majestuosa vegetación, sin mirar, entre piedras, troncos y alguna que otra serpiente. Con la misma naturalidad que se movía en la jungla, detuvo su marcha. La cerrada selva terminaba abruptamente en enormes campos de arroz y té, que rodeaban una bulliciosa ciudadela. Ni un cosechero a la vista. Raro. Inmediatamente, sus ojos se posaron en la majestuosa mole que coronaba el horizonte.

El enorme castillo, engalanado, señalaba el comienzo de las festividades. Todo se mostraba exuberante. Las piedras de mármol gris resplandecían ante la luna como en ningún otro ocaso. Los cerámicos de colores brillaban y relucían como hermosos caleidoscopios. La guardia armada vestía sus mejores galas. Pocos recordaban haber visto tal espectáculo.

Phaj, miró al frente y pensó que las primeras sombras de la noche eran el momento ideal para esconderse entre las carrozas que entraban al castillo. Y allí fue, corriendo entre las plantas de té, que enmarcaban el camino a la ciudad. Se mezcló con las carrozas que entraban al poblado. Podía ver como la comitiva que lo había despertado caminaba lentamente por la calle principal. En la cara del chofer, casi no quedaban rastros del temor que mostrara momentos atrás. En un momento, la caravana se vio envuelta en una multitud de bailarines, con estandartes, flores y pequeñas antorchas. Desde el interior de la carroza, se asomó un joven sahib, vestido de gala, con un turbante turquesa engalanado con un enorme diamante. Phaj aprovechó la distracción de la multitud y, con velocidad y certeza, se escondió debajo del equipaje.

Atravesaron una innumerable cantidad de puertas y plazas de armas, la música se escuchaba por todos lados; en las callejuelas, plazas y salones la gente se agolpaba alegre y festiva. Se dio cuenta que estaba en el carruaje de alguien importante, porque a medida que avanzaban la música era cada vez más refinada. Y por cierto, se acercaban a los salones de la realeza. Allí, el mismísimo gran majarash, la persona mas importante de todo el Punjab, nobles de la India y otros reinos, se habían reunido para fumar, beber y disfrutar de exóticos manjares. Una fiesta colosal. Si Phaj se había quedado sin palabras con el espectáculo que pudo ver en el camino, lo que tenía frente a sus ojos lo sacó completamente de quicio.

Las mesas desbordaban de comida, la gente bailaba envuelta en trajes y vestidos de seda y velos de colores. Enormes almohadones servían de descanso para otros, que charlaban a viva voz y reían con todas las fuerzas. No había en toda la ciudad un ser desdichado. Bueno, eso no era tan cierto. Había dos personas que no estaban disfrutando del banquete. Uno claramente era nuestro amigo Phaj, que había conseguido esconderse entre unos telones que decoraban el salón. El otro era el joven príncipe. Su hermoso ropaje y turbante, contrastaban notoriamente con sus vacíos ojos verdes y su sonrisa mínima.

Estaban lejos, y la enorme fiesta los separaba, pero por esas cosas que solo la providencia conoce, Phaj y el triste sahib cruzaron sus miradas.

¡Pobre y desdichado Phaj, su alma no podía contener tanto temor y desdicha! ¡Ya podía sentir los grilletes y los latigazos de la guardia real, las ratas caminando sobre su cabeza, el hedor de los calabozos del castillo! ¡Y hasta hace unos segundos disfrutaba con todo su ser de la idea de abalanzarse sobre las sobras de tal banquete! Su estómago hacía mas sonidos que toda la banda junta, y la desdicha lo atormentaba antes de poder saborear unas migajas siquiera.

Miraba a su alrededor y no había escapatoria, soldados, príncipes y doncellas lo rodeaban. Con un sólo gesto del príncipe, sería presa fácil. Se sentía desfallecer. Volvió a mirar y su corazón se detuvo. ¡El sahíb triste ya no estaba en su enorme almohadón!

- ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

Phaj estaba mas pálido que cuando había nacido. De no ser por los ruidos que hacía su panza, y la transpiración que corría por la frente de nuestro amargado ladronzuelo, el joven sahib hubiera pensado que se trataba de una escultura muy realista. Estaban los dos bajo la misma cortina. Phaj ni siquiera respiró.

- Ven, sígueme, ¡te lo ordeno! -exclamó con voz firme y segura. Estiró un brazo y abrió su enorme capa, señalando que se ocultara a su espalda. A Phaj sólo le quedaba obedecer.

Caminaron hacia el carruaje del príncipe, que se encontraba en uno de los enormes patios del castillo. Con algo de suerte consiguieron entrar ambos sin que nadie viera a Phaj. El sahib prendió una pequeña lampara. Phaj se quedó inmóvil a un costado de la puerta. La carroza era bastante grande y una pila de almohadones con bordados y dibujos de colores vivos era el mayor mobiliario. Había una canasta con frutas, vasijas y algunos objetos personales, necesarios para un largo viaje.

- ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? -repitió el sahib- Soy Logh Pset maharashi de Loh'Panj, ¡me debes contestar!

Phaj no salía de su trance. No entendía qué estaba sucediendo.

¡Te ordeno que me respondas! -increpó el príncipe- O llamaré a los guardias y entonces..

- ¡No! ¡A los guardias no! ¡Por favor! -suplicó Phaj.

- ¿Entonces?

- Soy Phaj, vivo en la selva. Vine tentado por la música y las luces.

- Y la comida. Vi como mirabas la comida.

Phaj simplemente asintió, e inoportunamente sus tripas volvieron a sonar.

- ¿Acaso no te bañas nunca? Hueles a pantano.

- Es mejor así, en la selva debes ser lo menos apetecible posible. He visto...

- ¿Realmente vives en la selva? ¿Con los monos, los tigres y las serpientes?

- Si, y arañas, escorpiones, panteras...

Cuando de repente un golpe en la puerta hace que Phaj, de un solo movimiento fuera a parar debajo de la pila de cojines. Su corazón no paraba de dar saltos.

- Disculpe, su majestad, ¿se encuentra bien? -pregunta uno de los soldados a través de la puerta.

- Sólo un poco aturdido, es todo. Déjenme descansar. -ordenó Logh Pset.

- Si, mi señor - respondió el soldado, luego se escucharon sus pasos alejándose.

Mirando la pila de colores, Logh Pset sonrió.

- Realmente conoces los calabozos de este castillo, ¿no?